domingo, 23 de septiembre de 2012

Hay un sol oculto

que quema nuestras entrañas (I)
"¿Ahora dónde? ¿Ahora quién? ¿Ahora cuándo?
No hay días aquí. Aquí todo está claro.
No, todo no está claro.
Pero el discurso debe seguir.
Así que uno inventa obscuridades."
De "El inombrable" de Samuel Beckett
Haré un ejercicio breve sobre una de las funciones del arte. Empiezo con estas ilustraciones de la artista Chiharu Shiota haciendo una inmersión en las obscuridades del alma que se corresponden con el fragmento de la obra citada arriba.
 
Tomar estas incursiones artísticas como apología a la pena o angustia es solo una mera posibilidad, uno de los tantos caminos.
 
Lo cierto es que el artista aventurándose en estos parajes nos entrega y nos entrena en estas capacidades espirituales abriendo o sugiriendo otras puertas que pueden conducir hacia la luz.



viernes, 7 de septiembre de 2012

Gastronomía Novo Andina

Gastón Acurio glorificador de lo humano y sus alimentos
Por Cristina Jolonch
Creador de un imperio gastronómico con más de tres mil empleados y numerosos restaurantes dentro y fuera de su país, es el principal difusor de los sabores peruanos en el mundo. Pero su mayor logro es la batalla por implicar a todos los que integran la cadena de la cocina, desde el pescador o el agricultor hasta el consumidor, impulsando una revolución que ha convertido la cocina en arma social y motor de progreso para Perú.
Hijo de un prestigioso político, Gastón Acurio decidió con 18 años cambiar la carrera de Derecho por los fogones. Hoy es uno de los personajes más influyentes de su país, un ídolo para miles de chavales que sueñan en seguir sus pasos –las numerosas escuelas de cocina del país dan formación a 80.000 futuros chefs– y un ejemplo para sus colegas de otras nacionalidades que se plantean utilizar su liderazgo para buscar una sociedad más justa.
Hombre tranquilo, optimista, con extraordinarias dotes de comunicador y acostumbrado a una fama que asume con naturalidad, Gastón Acurio está convencido de que la revolución no ha hecho más que empezar.
Para él, ha llegado el momento de que un país con la riqueza natural de Perú deje de resignarse a vivir en el subdesarrollo y de que su generación lidere el cambio.
Entre otras iniciativas sociales, ha creado la feria gastronómica Mistura, que se celebra cada septiembre en el centro de Lima, por la que acaban de pasar 400.000 ciudadanos que han podido comprar productos de todas las regiones de Perú y disfrutar, a precios asequibles, de su mejor restauración, así como el proyecto de formación de cocineros en la degradada población de Pachacútec, o una futura universidad de hostelería en pleno desierto peruano.
Quiere conquistar el mundo con una gastronomía que seduce por la variedad de su despensa y el mestizaje cultural.
 
¿Cómo se puede explicar al mundo el atractivo de la cocina peruana?
En términos de sabor, hay una diversidad única, casi infinita. Nunca dejas de encontrar nuevos ingredientes. Hoy mismo he descubierto tres o cuatro frutas en un solo puesto del mercado en la feria Mistura. En el mundo hay 110 climas distintos, y Perú reúne 85 de ellos. Un cocinero que sabe que cada día va a tener diez ingredientes nuevos se siente como Alicia en el País de las Maravillas.
El segundo factor es la diversidad cultural. A la historia antigua del Perú se han sumado las migraciones. Este ha sido un país de oportunidades: vinieron chinos, japoneses, árabes, españoles, italianos…; llegaron con sus ingredientes y con sus tradiciones.
Cada plato de la cocina peruana es una mezcla. Un ejemplo es el cebiche.
Palabras mayores para un peruano.
El cebiche, puro mestizaje, es lo máximo. Es mezcla de productos y de culturas.
El ají peruano, nuestro pescado, el limón y la cebolla que viene de España y originariamente de Asia. En términos culturales, ese ají peruano y el pescado crudo que comían los preincas, que luego se marinó en limón con cebolla. Con la influencia japonesa se le vuelve a sacar la salsa para ponérsela sólo al final y queda como algo crudo.
Es nuestro buque insignia, como el sushi para los japoneses. Este país muere por el cebiche.
 
Pero en su país la cocina es mucho más.
Hoy en día nuestra cocina es mucho más que sabor: es un movimiento social, económico, político. Es el compromiso de los cocineros con todo lo que les rodea y la unión con todos los actores de la cadena, desde el agricultor hasta el consumidor. Hay un respeto y un agradecimiento mutuos.
Esta es una sociedad en la que hay mucha desigualdad, y la gran fuerza está en aquellos que no pueden pagar estos restaurantes y que son quienes más nos apoyan. Ese espíritu puede verlo en la calle, desde el taxista a cualquier persona con la que se cruce.
La gente hace bandera de lo que ocurre en unas cocinas de las que no puede disfrutar. Se identifica con el discurso, y su poder se vuelve infinito.
¿Ese orgullo es un sentimiento nuevo?
Durante siglos las élites de la sociedad peruana han negado lo propio y le han transmitido a la población que lo bello, lo hermoso, lo bueno, lo verdaderamente valioso era lo que venía de fuera y que lo que nosotros teníamos eran sólo recursos naturales que había que entregar a otros para que ellos los conviertan en marcas, productos, tendencias, y que en la medida que nosotros soñáramos con ser otros estaríamos en el buen camino.
Eso ocurría en todos los ámbitos: la moda, el arte, la arquitectura.
Es curioso, porque por todas partes había señales de que podíamos crear nuestro propio lenguaje, en cualquier disciplina, pero quienes ocupaban los puestos más influyentes de la sociedad se encargaron de matar ese orgullo por lo propio.
La cocina de alguna manera ha ayudado a conquistar una libertad emocional de la que carecíamos y un orgullo que había muerto. Hace 30 años tú llegabas invitado a una cena en el palacio del Gobierno, y la carta, de principio a fin, estaba escrita en francés.
 
¿Qué parte de responsabilidad tiene usted en la recuperación de ese amor propio?
Mi papel es reconocer en un momento en qué posición estoy en una cadena, la de la cocina, que empieza en el campo o en el mar y termina en el consumidor.
Miro a mi alrededor y me doy cuenta de que le compro al productor sin saber quién es ni importarme su vida.
Yo me dedico al placer y a dar de comer a los clientes, estos me pagan, y se acabó. Y me empiezo a cuestionar que algo falla.
 
¿Hubo un desencadenante?
No, es un proceso de reencuentro. Y me ocurre a mí al mismo tiempo que a otros colegas. Yo tenía un programa de tele, varios restaurantes llenos, un libro escrito. Y me pregunto para qué todo eso.
De qué me sirve el restaurante lleno si he de hacer un plato de cebiche y el pescador que me trae el pescado no puede educar a sus hijos.
Para qué me sirve traer papas si el señor que me las consigue está condenado a ser pobre toda su vida.
Para qué me sirve que guste mi comida si los comensales se marchan sin llevarse nada para reflexionar.
¿Hay algún aroma, algún sabor, algún ritual relacionado con la cocina que marcara su infancia y despertara su pasión por los fogones?
Muchísimos. Yo era un niño muy raro. Tenía nueve años y con la típica propina que te da tu papá cada semana me iba al mercado y me compraba calamares. Tenía un libro de cocina de mi abuela y los hacía fritos. Compraba la rabadilla del pollo, la peor parte, que vendían para los perros y no sé por qué a mí me parecía la más rica, y la preparaba en el horno, tostadita.
 
La cocina era su refugio. ¿Su cómplice fue su madre? A ella no le gusta cocinar.
Mi cómplice era la señora que nos cuidaba. Mi madre lo era en el sentido de que hacía todo lo posible para que mi padre no se enterara de que me gustaba la cocina.
Él era un político progresista muy conocido y muy querido. Vivíamos en una zona muy tradicional.
Nos criaron con una educación humana muy profunda.
Mi padre, que nos hacía leer a Max Weber, no hubiese entendido jamás que yo quisiera ser cocinero.
 
No era trabajo para un niño bien.
Yo vivía en San Isidro, la zona más señorita de Lima. Me mandaron al colegio más exclusivo de toda la ciudad y era aburridísimo. Todo estaba hecho, pero por suerte tenía pegado al mío otro barrio que no tenía nada que ver con aquel, Lince, y yo me iba al otro lado. Allí estaban la diversión, la alegría, las ideas, la vida. Nada que ver, afortunadamente.
¿Convivir con niños que tenían mucho menos que usted le marcó?
Completamente. Mis amigos del colegio eran unos, y los amigos por la tarde, los de verdad, eran otros, hijos de gente trabajadora. Yo los llevaba a mi casa, mi abuela se molestaba, y mi padre se enfadaba con ella. La vida de mis hermanas, que iban a otro colegio, era distinta. He sido una persona muy afortunada. Hubiese podido ser un niño tonto y no lo fui.
 
¿Qué papel tuvieron sus padres?
Todo. Yo heredé todo de ellos. Por lo general, cuando un político termina su carrera profesional va por la calle y lo abuchean. Yo iba por la calle de niño y veía cómo a mi padre solamente lo felicitaban. La seguridad que te da eso en la vida y la huella que te deja es increíble.
 
Usted se estaba formando en Madrid para ser abogado y cambió de rumbo. ¿Qué pasó?
Yo tenía 18 años y no sabía cómo hacer para dejar la carrera de Derecho, que ya no me interesaba. Me daba vergüenza, miedo… vi un reportaje sobre Juan Mari Arzak en la portada de una revista y un sábado me fui solo a San Sebastián a cenar a su restaurante. Estaba muy intimidado porque sentía que los camareros me miraban como pensando “vamos a tener un problema con este niño, que no va a pagar la cuenta”. Recuerdo que comí pastel de cabracho y pato azulón. Estaba muerto de miedo. Ese mismo lunes dejé la facultad. Pero no me atrevía a decírselo a mis padres. Y durante dos años iba a visitarles y tenía que esconder los libros de cocina, sacar los de Derecho y disimular.
 
Vargas Llosa, amigo de su padre, escribió en una ocasión sobre el momento en que este conoció su verdadera vocación: “Él reconoce que su sorpresa fue monumental, y yo estoy seguro de que perdió el habla y hasta se le descolgó la mandíbula de la impresión”.
Fue prácticamente así cuando se lo dije. Era el año 1989. Supuestamente yo había terminado la carrera de Derecho, cuando lo que había terminado en realidad era la carrera de Hostelería en Madrid. Y eso fue un show, qué momento… Empezó a digerirlo el día en que, unos tres meses después de haber abierto mi primer restaurante, Astrid y Gastón, estaba en la cola del banco y una señora se acerca y le dice: “¿Oiga, usted es…?”. Él ya iba a decir: “Sí, yo soy”, cuando la mujer acabó la frase: “¿Es el papá del cocinero?”...
 
¿Qué piensa ahora de su hijo?
Ahora está orgulloso. De alguna manera, su sueño se hizo realidad, pero con un hijo cocinero. En la presentación de la feria Mistura, estaba el presidente del gobierno a mi lado.
Mi padre ya entendió que no hace falta ser político para hacer política. Yo tampoco lo sabía, lo descubrí por el camino. Se puede hacer política, en el sentido de cambiar lo que está mal, desde la cocina.
De haber acabado la carrera de Derecho, probablemente hubiese seguido un camino similar.
Sería un líder con una motivación social. Hubiese sido un abogado que no cobra y defiende causas justas, sin duda.
Lo único malo es que la gente confunde el poder que uno tiene en la cocina para hacer cosas buenas de tipo social con la capacidad que uno pueda tener para ostentar un cargo político.
Mucha gente dice que lo que estoy haciendo es una carrera política para llegar a presidente, y no es verdad.
 
Pero se ha escrito hasta la saciedad que si se presentara a las elecciones, ganaría.
Como no va a pasar, no hay problema. El presidente anterior tiene pesadillas con la idea de que yo pueda ser candidato. Alan García es Maquiavelo y sabe que conmigo pierde. Cuatro veces dijo públicamente en discursos que la cocina perdería a una gran figura, que por favor no me dedique a la política. Y una vez me señaló delante de mi esposa y dijo: “¡Él se está preparando, se está preparando!”. Yo le respondí: “Ya vas a ver”, y él gritó: “¡Tuuuú ya vas a ver!” Son gajes del oficio. Yo procuro salir de las cosas que emprendo, para que la gente no sienta que uno es dueño de ellas. Se han de generar nuevos liderazgos. Las tareas que vienen ahora son inmensas, hay que concretar de manera real la relación entre restaurantes y proveedores, es complicado.
 
¿Tiene usted clarísimo que nunca se dejará tentar por la política?
Lo tengo claro… primero, porque puedo hacer más cosas desde la cocina que desde un cargo político, generando ideas, conceptos que ayuden. Segundo por un tema más egoísta. Querer ser político es casi una inmolación, y en el terreno donde estoy, recibo muestras de cariño, me siento querido. Para ser político o tienes una ambición desmedida o una vocación suicida.
¿Hasta qué punto opina que la cocina puede ser un arma social tan potente?
Del todo, y estamos sólo al principio. Esto que sucede con la cocina ha de inspirar a todas las actividades económicas. Quien más suerte tiene, más obligado está a devolver. Hay que trabajar con un objetivo común sin anteponer los intereses propios. Y eso aún no ha sucedido.
 
¿Ese espíritu lo ha contagiado a sus colegas de la alta cocina? Hay quien cree que la cocina es un mundo frívolo.
Ya, no. Por eso buscamos entre todos cuál es el nuevo rol del cocinero. Un rol que en Perú está claro y que hubiera sido difícil asumir en sociedades más igualitarias. Aquí se dan las circunstancias para que la cocina pueda ser útil.
La fuerza motora son las causas justas.
 
¿Cómo se compaginan el negocio y la labor social?
El negocio no es incompatible con lo social. No es acumulación de riqueza sino generación de riqueza. Y es bueno crear riqueza. Pero nuestros restaurantes aún son excluyentes. En Europa la mayoría de la gente puede permitirse salir a cenar fuera por lo menos una vez al año. Aquí, no. Ahora preparamos un proyecto que quiere combatir esa exclusión. Será un lugar donde se podrá acceder a diferentes tipos de oferta, de distintos precios, y donde habrá un espacio cultural en el que se impartirán clases gratuitas de cocina. Un espacio que todos los limeños podrán disfrutar de una forma u otra.
¿Aspira a liderar la cocina de vanguardia en el mundo?
Estamos creando las condiciones para que aparezca una persona como Ferran Adrià que tenga la libertad de poder dedicarse únicamente a crear. Por eso nos preocupamos de proyectos como Pachacútec, donde formamos a jóvenes, la mayoría sin recursos, y de donde pueden salir esos chicos emprendedores. La siguiente etapa pasa por la búsqueda de la complejidad en todos los frentes. Hay que ir más allá, buscar la excelencia en todas las partes de la cadena. En la complejidad está el valor que puedas aportar y el liderazgo.
 
¿Debe haber liderazgos en la cocina?
Son esenciales porque resultan inspiradores. Pero los liderazgos siempre son de personas, no de países; los movimientos son de países. Y aquí hay un movimiento: tenemos un ejército que quiere conquistar el mundo, pero sin balas, con una cocina que dispara al corazón ají, cebiche…
 
¿Pachacútec es el proyecto profesional del que se siente más satisfecho?
Sin duda. Porque resume todo lo que hablamos. Podemos dar formación a personas que no tenían ninguna oportunidad en la vida. Y no hay nada más bonito en el mundo que hacer felices a otros. El fruto son ejemplos como el de Victoriano, un chico que tiene la ambición de introducir la cocina peruana en Nueva York y llegar a dar trabajo a otros chicos de este país. Con doce años dejó a su familia, de un pueblito de los Andes, dos de sus hermanos murieron de hambre, y él tuvo la suerte de encontrar una oportunidad. La cuestión es cuánto talento se pierde hoy en Perú por falta de oportunidades.
 
Usted ha contribuido como nadie a difundir la cocina peruana en el mundo. Tiene restaurante en Madrid. ¿Abrir en Barcelona es uno de sus próximos objetivos?
Estamos en eso. Sí, lo haré, pero veremos qué tipo de restaurante abrimos. Seguramente no será un restaurante gastronómico, como el de Madrid.
Además de su restaurante de alta cocina, Astrid y Gastón, tiene cebicherías, marisquerías y un montón de modelos de establecimiento.¿Seguirá creando nuevas fórmulas?
Tengo tres en camino en Perú:
Gringacho (así llamamos a los gringos que se peruanizaron), en el que buscamos la reconciliación de la sociedad con la hamburguesa, hechas con vacas que tienen nombre y apellidos y que mueren de viejas, con las papas que vienen de una comunidad concreta y con ketchup elaborado con un jugo del Amazonas.
Otro es el Bachiche, nombre que viene de una comunidad importante de italianos que llegó al Perú, y donde habrá cocina italiano-peruana.
Y un tercero, muy hermoso, mezcla de todas las cocinas regionales del Perú a precios muy económicos en zonas poco privilegiadas.
Me han criticado muchas veces que todos mis restaurantes estén en buenos barrios. Aunque en el fondo no sea esa la intención, acaba habiendo cierta contradicción entre lo que dices y lo que haces. Este es el más bonito que hemos hecho, el más divertido. Está en una zona emergente que empieza a desarrollarse.
 
Tiene entre manos otro proyecto de universidad en pleno desierto.
Eso es un sueño: miras el mundo y ves que el turismo ha cambiado y las escuelas de turismo no, que la gente viaja distinto y quiere relacionarse distinto. Y, mientras, en todas partes, los estudiantes de hostelería siguen igual. Queremos enseñar nuevas formas de relacionarse con el entorno. Hacer un hotel en el que se tengan en cuenta las comunidades que habitan la zona, al contrario de los que se han construido siempre ajenos a lo que ocurría en el lugar donde estaban, donde la gente vive en una burbuja. Es un proyecto para que venga gente de todo el mundo y que dará formación a quienes tienen talento y jamás podrían pagarse esos estudios. El Gobierno nos ha cedido los terrenos en un desierto que esperamos que algún día acoja una gran universidad de referencia a escala mundial.
 
¿Hubiera sido posible crear un imperio gastronómico sin la complicidad de su esposa, Astrid Gutsche?
Hubiera sido totalmente imposible. Además, yo la metí en semejante lío, le compliqué la vida, sin jamás pedirle permiso.
¿Qué es lo más urgente que habría que cambiar en la cocina?
La actitud del cocinero. Cuántos de ellos se sienten molestos porque quisieran tener más clientes y más reconocimiento. Son millones, y muy pocos quienes logran eso. La mayoría cree que el mundo acaba cuando entran clientes o cuando salen en las entrevistas. Por qué en vez de quedarte a esperar a los clientes no sales tú a abrazar a la sociedad. Y llegarán los clientes porque te quieren y te respetan. A mí me ha sucedido. Los chefs de Perú ya lo saben. Los jóvenes te hablan de que quieren dar a a conocer Perú, nuestra cultura y nuestra cocina…
 
En su programa de televisión usted promociona otros restaurantes de su país. Dicen que le llaman San Gastón porque les lleva clientela y que suelen colgar su foto a la entrada con el chef de la casa. ¿Se siente un poco salvador?
Si esos restaurantes no fuesen de verdad buenos, la gente los probaría un día, pero no volvería. Lo que pasa es que hay buenos cocineros que no tienen el modo de darse a conocer. Únicamente cumplo con mi deber. Pero no siento para nada que me haga mejor persona lo que estoy haciendo ni que sea peor persona quien no hace lo mismo que yo.